Érase una vez un joven que de joven, rey fue. Érase una vez un dictador que de dictador, viejo murió y érase una vez una época
transitoria, que de pura necesidad, en transición cuajó.
Cuenta la leyenda que en un imperio llamado
España reinó un monarca que trabajó. Dicen las malas lenguas que fue capaz de
permanecer a la sombra de uno de los más sanguinarios tiranos largos años, esperando
su oportunidad. Al parecer, el hábil joven supo aprovechar su momento y, en una etapa
histórica en que los jóvenes tenían oportunidades entre los poderosos, “se hizo
rey”.
La pobre plebe, sometida y aterrada por el viejo opresor
agradeció eternamente los gestos de un monarca que se obstinó en traer la paz y
la armonía a las calles del reino. Cuentan que su mayor hazaña fue convencer a todos,
diestro y siniestro, caducos y modernos, conservadores y progresistas, todos
juntos en una misma cruzada: la libertad.
Y fue entonces cuando el soberano, dichoso de su
gesta y arropado por la democracia, se echó a dormir.
Soñó con safaris, elefantes, bellas doncellas,
viajes, y lujo, mucho lujo. La plebe, mientras velaba el sueño del monarca,
comenzó a reconstruir un territorio devastado, lo tornó multicolor, bello,
limpio e independiente.
Plebeyos y nobles, obligados a convivir,
volvieron a nacer, crecieron, se reprodujeron y dieron paso a nuevas
generaciones.
El sueño del rey se eternizó, la manta de la
democracia se heló por el rocío de las noches y el reino se fue apagando poco
a poco, casi sin dar señales.
Cuando su majestad despertó de su letargo y abrió
los ojos se encontró un gentío enfrentado, un país arruinado, de alianzas
rotas, rencores reavivados y muchedumbres sublevadas. El tumulto rogaba caridad
y sobrevivía “gracias” a la beneficencia. El trabajo y la honra habían dejado
de ser derechos. Las calles volvían a ser rincones insalubres, las escuelas
parecían desiertas. Y la tristeza teñía todo de un afilado gris.
La confrontación hundía sus raíces hasta bien
profundo y una elite acomodada había tomado el poder y volvía a someter, como
antaño, a una plebe ya casi extinta de justicia.
Fue así como se escribió la historia de un país
que no supo cerrar sus heridas, que no estuvo a la altura de apostar por un
modelo de gobierno distinto de la monarquía. España se convirtió en un reino de resistentes que ni dimitieron ni claudicaron.
Colorín, colorado…el cuento aún no ha acabado.
APL
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