En un momento como
el actual en el que el nivel económico del país es de derrumbe absoluto y en un
marco en el que la política no es capaz de dar solución a los problemas de la
ciudadanía se hace necesaria una revisión en profundidad no sólo de las causas que
han podido llevarnos a este callejón –de momento- sin salida, también es
imprescindible barajar posibles alternativas que puedan “paliar” la situación y
mostrarnos alguna luz al final del túnel.
La macroeconomía
mundial ha terminado asfixiando a la microeconomía familiar, las sobre
prácticas empresariales han acabado determinando al dedillo la normativa
laboral actual y relegando al individuo de
protagonista su propia vida al papel de extra de un thriller
surrealista.
El panorama no
puede ser más desolador, con unos índices (crecientes) de
desempleo del 36% en Andalucía, con unas dificultades de inserción
laboral inmorales, con unas dificultades de permanencia en el empleo insólitas
y con una precariedad tan absoluta que hace del día a día un totum revolutum de
desahucios, endeudamiento familiar y drama social.
Si centramos
nuestra necesidad primordial como seres humanos y como individuos sociales en la
emancipación económica y como consecuencia de ella el derecho a tener cubiertas
unas necesidades básicas como la vivienda y el trabajo digno, seremos
conscientes del tremendo retroceso por el que nos están arrastrando.
En toda esta
barbarie de injusticias, como siempre las más perjudicadas las personas que ya
partían de una situación de desigualdad y me refiero concretamente a las
mujeres. Si corríamos mientras otros caminaban para llegar a la misma meta, la
zancadilla brutal a la que asistimos nos lleva a caernos de boca y a vernos
obligadas a, como tantas veces en la historia hemos hecho, volvernos a levantar
y seguir adelante aún siendo conscientes de que nuevamente nos llevan
“ventaja”.
Entiendo que la
anteriormente citada emancipación tan sólo será posible si se da una
redistribución de la riqueza justa y equitativa. Y quizás sea en este punto en
el que el cooperativismo aparezca como una isla en medio de un salvaje
entramado empresarial.
El marco legal
cooperativo se compromete a sostener los valores legales de la responsabilidad
democrática, igualdad, equidad y solidaridad, basados en el esfuerzo propio y
la ayuda mutua. Nada que ver como están organizadas mayoritariamente las
empresas de hoy en día, que suelen ser entidades jerárquicas, que persiguen el
máximo beneficio en detrimento de las condiciones laborales de las personas que
trabajan en ellas.
Además, el sistema
actual no distribuye los beneficios económicos de manera igualitaria entre
ambos sexos, ya que las mujeres siguen siendo todavía económicamente
dependientes de los hombres, a pesar de su presencia creciente en el mercado
laboral.
Las mujeres son
víctimas de desigualdades sociales basadas en las clases sociales, los grupos
étnicos y el sexo y entre ellas, las jóvenes y las indígenas son especialmente
víctimas de exclusión.
El número insuficiente de las mujeres dentro de los
gobiernos y en todos los niveles de las instancias de poder retrasa la mejora de
las condiciones de vida de esta porción de la población, por cierto mayoritaria. Asistimos a un proceso de feminización de la pobreza, a tal punto que todas las
estrategias dirigidas a combatir las desigualdades de género parecen ser
centrales para lograr reducir la pobreza en el mundo. Pues las mujeres ganan de
media, dos tercios menos que los hombres.
Si partimos de lo
establecido en la Declaración de Beijing y su plataforma para la acción y el
género de 1995, resultado de la IV Conferencia Mundial
sobre la Mujer, y la sumamos con la definición de valores éticos y principios
cooperativos de la Alianza Cooperativa Internacional (ACI) que ha colocado entre sus prioridades la
cuestión de la promoción de la participación activa de las mujeres en la
cooperación, nos encontramos con un cooperativismo en clave de género del que
deberíamos partir.
Las cooperativas
representan una forma de convivencia democrática y una alternativa económica humanizadora
en la cual las mujeres han encontrado un espacio para participar, condiciones
de empleo mejores y más flexibles y, como consecuencia, un mejoramiento de la
calidad de vida. Las cooperativas de trabajo están abiertas a todas las
personas que la conforman de una manera participativa y democrática pues todas
las socias de la cooperativa son iguales a la hora de responder a sus derechos
y obligaciones y el reparto de los beneficios es equitativo.
Por esto, con esta
fórmula se han creado empleos de mujeres tanto a nivel rural como urbano: en el
sector agrícola, de artesanía, el de preparación y conservación, etc. Las
mujeres en las cooperativas superan con más facilidad las relaciones de
subordinación y además influyen positivamente en otras mujeres, cambian los
referentes y colaboran activamente en el desarrollo de las sociedades dónde
estas cooperativas se ubican.
Si en el momento
actual las cooperativas y los cooperativistas se están interrogando sobre el
papel y sobre el futuro que el movimiento cooperativo podrá jugar en el nuevo
siglo, no pueden prescindir de las mujeres, pues una gran parte de la historia
de este siglo ha sido escrita por ellas y su batalla por la emancipación y la
conquista de la igualdad.
En cada parte del
mundo, las mujeres continúan combatiendo las discriminaciones que sufren para
afirmar su dignidad y para participar plenamente en las políticas que les
afectan, que son todas.
Por esto es
importante conjugar los valores propios del cooperativismo con los ideales
feministas, pues si queremos conformar organizaciones de trabajo diferentes,
democráticos e igualitarios para salir de la crisis que han producido otros
sistemas, tendremos que aprender de los errores, y el gran fracaso sería la
exclusión de las mujeres por el mero hecho de serlo, pues esto es una
discriminación de partida incompatible con lo que significa el valor de la
cooperación.
APL
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